Lucía
Montero Basquero
lumonterob@gmail.com
RESUMEN:
En este trabajo se
reflexiona sobre la pertinencia de un planteamiento conjunto de la
educación emocional en el ámbito de la formación del profesorado, dirigida ésta
al desarrollo socioemocional de
los docentes y del alumnado. Se
destaca la importancia de impulsar programas de educación emocional para ambos
colectivos, así como de introducir cambios metodológicos que la hagan posible.
Y unido a esto la necesidad y conveniencia de contar con espacios y tiempos donde compartir
y supervisar nuestra labor docente tomando conciencia de que la educación
emocional conlleva un trabajo personal/actitudinal imprescindible por parte de
todos. Desde el planteamiento gestáltico que enmarca este trabajo varios son
los elementos que contribuyen a dicha educación emocional: la escucha, la mía y
la del otro, el “aquí y ahora” de nuestro presente, la ampliación de la mirada
y la responsabilidad de apropiarnos de lo que es nuestro en la interacción con
nuestros alumnos y alumnas y el resto del profesorado.
PALABRAS CLAVE:
Formación del profesorado, educación y competencia
emocional, programas y actitudes. Enfoque gestáltico.
DESARROLLO
En la formación del profesorado deberíamos plantearnos la educación emocional de los docentes
y discentes desde una perspectiva más cercana la una de la otra, de lo que
habitualmente se nos presenta. Con
independencia de que determinados contenidos deban trabajarse por separado
atendiendo, a según qué criterios, creo que ambas deben entenderse y contemplarse juntas. Como en
un continuo real que lleve a preguntarnos, a preguntarme, cómo
puedo “escuchar”, “acompañar”,
“cuidar” y “contactar
emocionalmente” con mis alumnos y alumnas
si no lo hago primero
conmigo misma. Desde la
realidad de los centros de
infantil y primaria donde he trabajado como maestra, a la del asesoramiento del
profesorado en la que estoy en la actualidad, soy consciente de la importancia
y la necesidad de desarrollar una educación emocional para todos: escolares y
docentes; coincidiendo en este sentido y en determinados aspectos con autores
que tratan esta cuestión y que se citan en el texto.
Tal es el caso de Juan Vaello al señalar que la educación emocional
contempla tanto la formación del alumnado en competencias socioemocionales como
la autoformación del profesorado en las mismas, “no se puede enseñar lo que no
se tiene”; siendo, para él, tan importante que se cuide la dimensión cognitiva
como la socioemocional y así
señala que “no podemos perder de vista que las dos están interactuando
continuamente…” (Vaello, 2009)
Al hilo de este tema me surgen diversos interrogantes y, en
torno a los cuales, me planteo:
¿Qué buscamos
cuando nos formamos en educación emocional, únicamente actividades y/o
“recetas” para trabajar con nuestros estudiantes esto que nos preocupa o
interesa, o algo más que nos comprometa en relación a nosotros y a ellos?
Y una vez motivados en este ámbito a través de actividades o
cursos formativos, qué hago yo en mi aula? ¿Y en mi centro?
¿Cómo me coloco
emocionalmente cuando interacciono con mis compañeros y compañeras? ¿Y cómo, cuándo lo hago con mi
alumnado?
¿Puedo enseñar
a un niño o joven a que se percate de su emoción –y la de sus compañeros desarrollando
así su empatía–, que la tenga en
cuenta, que le dé espacio y
aprenda a sostenerla, si no
aprendo a hacerlo primeramente con la mía?
¿Puedo enseñar
a un alumno/a acompañarse con lo que esté (enfado, rabia, fragilidad,
vergüenza…) y, en alguna medida, acompañar al otro/a desde lo que siente, sin aprender a acompañarme a mí misma primero?
¿Cuál es la razón o razones que nos impiden hacer un cambio
real y efectivo hacia una educación inclusiva en la que todos y todas nos
sintamos incluidos? Y cuando hablamos de educación inclusiva, ¿me incluyo yo
como persona – y no sólo como docente- dentro del aula donde convivo con mi alumnado? ¿Y cómo me
incluyo?
¿Me percato de mis límites, mis ilusiones, mis necesidades,
mis expectativas, mis frustraciones, mis miedos, mi entusiasmo, mis recursos
personales en el contexto del aula y les doy un lugar en ella? ¿Me percato de
las de mis alumnos y les doy un lugar también? ¿Me planteo hasta qué punto todo esto influye en mi alumnado?
¿Buscamos un aula perfecta donde tenerlo todo bajo control y
en la que aquello que no está dentro de unos parámetros determinados lo
excluimos porque nos descuadra o desestabiliza?
No es tarea fácil encontrar las respuestas, pero quizás sí,
hacernos reflexionar sobre nuestra propia realidad y dar un paso más para
mejorarla. Es evidente que supone una gran dificultad hacerlo, en un contexto
educativo presionado por continuos cambios y exigencias sociales, familiares e
institucionales; y en el que, inevitablemente, los docentes estamos inmersos. A
pesar de ello, o quizás justamente por ello, parafraseando estas palabras de José
Luis Sampedro, no podemos ni debemos dejar de ser utópicos, hay que
creer en la utopía en la medida que ésta sea el objetivo que nos haga caminar
hacia ella. Es desde
aquí, a pesar de la dificultad señalada, que no puedo ni debo colocarme
únicamente en la queja de lo que considero que no está bien o que es preciso mejorar. Por el contrario, es desde mi pequeña
parcela, desde la que soy aquí y ahora, sin descontar mi historia, asumiendo lo
mío, escuchándome para poder escuchar a demás también, donde puedo
realizar pequeños cambios; y junto con otros, dirigirnos hacia cambios más amplios y
significativos.
Desde este planteamiento personal cuyo marco de referencia es la Terapia Gestalt
– dentro de la psicología humanista - considero que el camino hacia una Educación
Inclusiva, debe incorporar en cualquier caso, una educación emocional
tal como se formula al comienzo de este texto. Y que además conlleve necesariamente, un cambio de actitud de
nosotros hacia ellos, nuestros escolares, y hacia nosotros mismos también. Un
cambio que suponga ser honestos
con lo que nos pasa en el aquí y ahora de nuestro quehacer diario, asumiendo y haciéndonos cargo de lo que sí es nuestro, desde la responsabilidad y no
desde la culpa. Lo cual significa
no dejar a un lado aquello que ocurre en mi aula y mi centro ignorando o
incluso negando lo que sentimos y vivimos en un momento dado. Sin que esto, lógicamente,
se confunda con tener que hablar en el aula de todo lo que nos pasa y de cómo
nos sentimos en cada instante. Se trata, más bien, de dar la oportunidad a que lo
primero sea posible, creando un espacio de respeto y aceptación hacia
las distintas manifestaciones emocionales: tanto las que me conmueven, como la
ternura o la alegría, como las que me enfadan, me asustan o me avergüenzan,
como la rabia, el miedo o la vergüenza.
Ponerle nombre a las emociones, identificarlas en cada uno
de nosotros y en los demás, ponerle
palabras para expresarlas y ver cómo se manifiestan (en el gesto, en el cuerpo,
en la voz) y reflexionar sobre
ellas, formaría parte de lo que conocemos como conciencia emocional. Por su
parte, estar en contacto con estas emociones –las nuestras y las de los otros –
permitirlas, dándoles el espacio que necesiten con palabras y expresiones
emocionales concretas, ver como se relacionan con nuestros pensamientos,
sostenerlas física y emocionalmente y en última instancia acompañar esta
vivencia, y enseñarles a que cada uno/a se acompañe así mismo, supondría estar
hablando de la regulación emocional.
Para diferentes autores, entre los que se encuentra Rafael Bisquerra
ambos conceptos, conciencia y regulación emocional
constituirían contenidos propios de los Programas de Educación Emocional para
el alumnado (Bisquerra, 2007). Lo cual justifica teóricamente el argumento del
primer párrafo de esta reflexión.
Y en este
sentido, a modo de ejemplos:
Si yo me percato de mi rabia y le pongo palabras así “Con
esto que tú haces yo me enfado” en lugar de “Me pones mala, me enfadas porque
lo haces de tal o cual manera”, estoy haciéndome cargo de lo que a mí me pasa con
lo que hace el otro y no le estoy
culpabilizando. Si yo aprendo a hacerlo, puedo enseñar a mis alumnos a que lo
hagan también. Si esto se hace en un contexto cuyas premisas son:
no enjuiciar, dar lugar a la
emoción a través de la palabra y de la expresión emocional y corporal y
acompañar, estamos sentando las bases para un trabajo de conciencia y
regulación emocional y en consecuencia de prevención y resolución de
conflictos.
Si estoy en clase triste y en lugar de decirlo me lo trago,
a veces hasta inconscientemente,
lo más normal es que termine enfadada si la situación en el aula no está
siendo fácil de gestionar. Si antes de comenzar la clase me percato de mi
tristeza, le doy espacio y expreso explícitamente, que por favor la tengan en
cuenta, posiblemente las respuestas de los otros serán diferentes o quizás
simplemente esté dando la oportunidad a que los demás hablen
de la suya, de su propia tristeza.
Partiendo siempre de esta premisa actitudinal que debe
impregnar mi manera de estar en el
aula y en el centro, en el contexto de la formación del profesorado, considero imprescindible impulsar
el desarrollo de Programas de Educación Emocional en los
centros educativos. Dirigidos
tanto al profesorado - y contribuyendo con ello al crecimiento personal y al
desarrollo de sus recursos como docentes -, como al alumnado, potenciando
de esta manera la inteligencia interpersonal e intrapersonal de los niños y jóvenes y en definitiva el
desarrollo integral de los mismos (Gardner, 1995 citado por Segura, 2005)
Con todo ello
se contribuye al desarrollo de las competencias emocionales necesarias
para el desarrollo de la función docente y de la vida escolar desde el
bienestar y el equilibrio emocional de todos y todas.
En la línea de lo expresado algunos autores señalan que, entre las competencias genéricas están
las personales y sociales y que en definitiva, son emocionales. Y que es a
través del desarrollo de éstas como podremos superar el malestar emocional que
impera en muchas ocasiones en el profesorado; así como contribuir, a su vez, al
desarrollo de las competencias emocionales en el alumnado (Hué, 2008).
Marchesi señala que la vivencia del “desfondamiento” laboral
del profesorado supone la confluencia de experiencias negativas en la
“dimensión emocional, en la esfera personal y social y en el campo de los
proyectos profesionales”. Supone,
así mismo, una experiencia global y profunda que afecta a “los
fundamentos del trabajo, su competencia profesional, sus relaciones personales y al sentido de su actividad”, de
ahí que sea imprescindible el desarrollo de las competencias emocionales que
nos permitan, por un lado cuidarnos y llevar a cabo nuestra labor profesional;
y por otro, estar preparados para “velar” por el desarrollo afectivo de los
alumnos, la autonomía moral de éstos y la convivencia escolar en nuestros
centros educativos (Marchesi, 2007).
Por su parte García considera que la complejidad de la
función docente supone un esfuerzo continuado que lleva, en muchos casos, a que
el profesorado se encuentre “quemado, estresado o deprimido”. Lo cual requiere
que éste se cuide a sí mismo “si quiere ser agente para el desarrollo de otras
personas”. El ajuste personal, el equilibrio emocional y el bienestar, son
condiciones personales necesarias para una buena práctica profesional. Sentirse
comprometido con un proyecto, con recursos, valioso y competente para afrontarlo,
son componentes de la vivencia de bienestar y felicidad y que en esencia han de
estar presentes, al menos en determinados tiempos, en la función docente
(García, 2010).
Ante determinadas situaciones críticas de malestar
emocional, estrés, cansancio, dejadez,
aburrimiento o, simplemente, de cotidianeidad
diaria, el profesorado puede pasar
por actitudes tan diferentes como el desaliento, la negación, la evasión, la depresión, el entusiasmo, la
motivación, la dedicación, la pasión, etc... Y en cualquier caso, creo que todas
ellas justifican una formación sobre la educación socioemocional del
profesorado, en el sentido que estoy hablando. Por un lado, para contrarrestar el malestar
emocional que provocan la primeras aprendiendo a tomar conciencia de ellas y
gestionarlas; y por otro, para nutrirnos, reforzar y complementar el equilibrio emocional al que contribuyen las segundas.
Dicha formación
debería incluir, además de los programas referidos, tiempos en los que
sistemáticamente y con soporte institucional– grupos de trabajos,
seminarios permanentes, etc - pudiéramos aprender, tal como se ha dicho, a dar espacio a
las emociones que surgen en el día
a día de nuestro trabajo, a tomar conciencia de ellas (las que nos hacen sentir
bien y mal); a acompañarnos y apoyarnos a nosotros mismos y a los demás; y a
sostener la inseguridad de “no dar la talla”, el miedo
a una clase “descontrolada”, el estrés de no llegar donde quisiéramos,
la ansiedad de no poder atender todas las necesidades educativas
de nuestro alumnado, etc. Sin despreciar por supuesto compartir también la alegría de un
logro, el entusiasmo y la motivación
de un proyecto, etc. Un espacio
donde posiblemente no resolvamos todo lo que se nos hace ingrato y duro, pero
sí donde le demos espacio, lo pongamos encima de la mesa, donde podamos
compartirlo y ver otros puntos de vista de compañeros y compañeras que tienen
las mismas o parecidas dificultades que las nuestras. En definitiva, un tiempo
y un espacio donde supervisar nuestro trabajo profesional.
Ahondando en lo señalado sobre la educación emocional desde lo
actitudinal y lo programado, Vaello señala que una vez que el profesorado
acepta qué hay que hacer (aprender y enseñar competencias socioemocionales) y
para qué (para aumentar la satisfacción, facilitar el acceso a logros,
adaptarse al contexto, prevenir problemas, etc…) quedaría concretar el cómo, es
decir qué vías serían las más apropiadas para formarse en estas habilidades. Y
en este sentido señala la instrucción directa (programas), el modelado (a
través de nuestras propias actitudes) y la práctica periódica; todas ellas “practicables en un clima
basado en el respeto, la comprensión, la confianza y la sinceridad (Vaello,
2009)
Por otro lado, y siguiendo con el planteamiento inicial de
este trabajo, también son diversas las posturas del profesorado ante la
educación emocional de los escolares. Nos podemos encontrar con la autoexigencia
/omnipotencia de algunos compañeros y compañeras ante su deseo e
implicación en la enseñanza:
“Tengo que saber tratar este tema porque es crucial para mi
alumnado” “No puedo fallar, esto es
algo importante para su desarrollo personal”.
Y también la represión o negación de lo que
ocurre emocionalmente en el aula, centrando la atención únicamente en lo
curricular:
“Yo no soy especialista de esta materia”
“Tengo que dar el contenido y no hay tiempo para hablar de lo que pasa y
de cómo nos sentimos” “Tengo suficiente con enseñar mi materia…. mi tarea no es
educar”
Lógicamente aunque estas posturas no siempre son tan polarizadas, y a camino entre ambas están otras muchas con
sus matices de grises particulares, sí ocurre que en ocasiones pasamos del
querer hacerlo todo a no hacer nada,
cuando quizás lo que sí
podemos hacer es acompañar lo que se está viviendo en el aula desde lo que
sentimos nosotros mismos. Simplemente estar conmigo y con el otro en la medida que
podamos ya sería un primer gran paso.
Algunas contribuciones
que desde la Terapia Gestalt se aporta
a la educación y cuya puesta en práctica - desde el entrenamiento a
través de programas de formación o el modelado actitudinal -, contribuye al desarrollo de la educación
emocional, son, entre otras: la escucha, el aquí y ahora, el contacto, la
noción y respeto de mis límites y
el de los demás, la apropiación de la proyección mental que hacemos al otro y la
responsabilidad desde donde asumimos lo nuestro. En el ámbito de la comunicación que se establece entre los miembros del aula y del
centro supondría el desarrollo de:
La escucha
propia y del otro: Aprender a escucharnos conlleva una escucha interna - de lo
emocional y corporal: emociones y sensaciones
-, una escucha externa de aquello que nos rodea - a través de
los sentidos- y una escucha de la zona intermedia, es decir
de nuestros pensamientos- de lo mental - (Peñarrubia, 2008). Unida a
esta escucha estaría la escucha del otro (de mi alumno, de mi compañero, etc) en su totalidad
también. Y es esta escucha la que me facilita no quedarme únicamente en el
prejuicio hacia él o ella, sino que
me permite verlo o verla en su totalidad y en consecuencia responder con una
conducta posiblemente más ajustada a la realidad y menos en la proyección
mental.
La escucha así entendida lleva consigo la presencia,
el contacto, el silencio y el pararnos. Desde el momento en que me
paro, me doy tiempo, practico y entreno mi escucha estoy más presente y
más en contacto conmigo y con lo que estoy sintiendo en el momento. Al
desarrollar mi escucha me percato de lo que necesito, de lo que hago para
satisfacer o no mi necesidad y en
última instancia, de decidir si quiero hacerlo y hasta donde llegar en relación
a ella. Esto a su vez implica respetarme en mis límites y
desarrollar la asertividad que me permite tenerme en cuenta y
en definitiva quererme más. Todo ello lógicamente tiene una importante
repercusión en el desarrollo de la autoestima.
Desarrollar a
la par la escucha del otro me
ayuda a percatarme de lo suyo, desarrollar mi empatía y
responder desde mí. Poner esto en
práctica en el aula con nosotros y con nuestro alumnado nos permite ir
adquiriendo las competencias emocionales que hemos referido en este trabajo,
las suyas y las nuestras.
Favorecer el aquí y ahora del momento,
centrándonos en lo que ocurre en el aula sin descontar lo vivido, nos ayuda a
hacernos cargo de lo nuestro y asumir la responsabilidad de nuestra
conducta. A esto nos ayuda
hablar en presente (permite actualizar la experiencia si es
algo que ya ha pasado y acceder mejor a lo emocional): “Me pongo muy contenta
cuando tú haces esto, o me alegro
mucho cuando haces tal cosa…”; y hacerlo en singular, es decir, en primera
persona: “A mí me pasa….yo pienso o siento que…..”. Según Peñarrubia, el
lenguaje impersonal supone diluir la responsabilidad de lo que se está
diciendo, por ejemplo, no es lo mismo decir “a veces uno está enfadado” que
decir “yo estoy enfadado” o “todos tenemos depresión” que “yo estoy deprimido”.
Sustituir la
conjunción “pero” por “y”,
lo cual nos ayuda a integrar en lugar de disociar: Para Peñarrubia “tengo miedo,
pero no me paralizo” “incluye
mayor desajuste interno” que “tengo miedo…y no me paralizo”. Este lenguaje a su
vez nos permite ampliar la conciencia y darle permiso a que ambos aspectos se
den dentro de nosotros: el miedo y la acción.
Hablar desde el “como”
en lugar del “por qué” ocurren las cosas en nuestra convivencia escolar, ya
que de esta forma no nos quedamos únicamente en lo intelectual, o sea en la
“racionalización” y “explicación
ingeniosa”. El cómo nos da mayor perspectiva y orientación y logramos un mayor
entendimiento de lo que está ocurriendo en nuestras vivencias. (Perls, 1969, citado por Peñarrubia,
2008)
Al hilo de todo esto, cabe preguntarnos, qué puedo hacer en mi pequeña parcela de
espacio y tiempo para entrenar mi escucha y la escucha del otro. Y me surge lo
siguiente.
Por un lado, bajar nuestra autoexigencia,
referida ésta tanto a los contenidos curriculares como al control del aula. Darnos más
permiso a parar la clase, a ser flexibles y tolerantes con
nosotros y en consecuencia con los demás, a perdonarnos los errores y aprender
de ellos, a no enjuiciarnos. Bajar esta exigencia en nosotros conlleva
posiblemente bajarla en los demás.
Entrenarnos en un
lenguaje que nos acerque a nosotros y nos dé mayor conciencia emocional a
partir de las premisas señaladas. Hacerlo tanto en dinámicas de rol-play como
en el devenir del día a día. Destinar espacios concretos para ello.
Por otro, introducir poco a poco cambios en el
aula, en el estar y en el enseñar,
es decir cambios metodológicos que propicien momentos de
parar, de estar en silencio y contactar con uno mismo. De trabajo en pareja
para aprender a escuchar al otro; de trabajo en tríos para que dos realicen una
tarea y un tercero aprenda a observar lo que mira (la voz, el cuerpo, los
gestos, lo que dice y cómo lo dice el compañero); de trabajo en pequeño grupo
para colaborar, ser autónomo cada uno en su parcela, llegar a consensos,
negociar, identificar lo obvio, lo presente, lo importante, etc..; de trabajo
en libertad para ser creativos; de
trabajo en asambleas para hablar y escuchar, para valorarse y valorar, para
mostrarse y mirar.
Son muchos los autores que hablan de las diferentes
estrategias metodológicas que contribuyen, en alguna medida, a todo esto, resaltar aquí las que Monereo
y Gisbert señalan en su obra: Los aprendizajes cooperativos,
colaborativos y la tutorización de alumnos, por un lado; y por otro, trabajar
en pareja con otro compañero dentro del mismo aula- docencia compartida-,
percatándonos de los prejuicios que en muchos casos nos dificultan
o incluso impiden hacerlo. Acompañando estos cambios introducir cambios
organizativos que posibiliten la puesta en práctica de los anteriores
(Monereo y Duran, 2002)
Y por último recordarnos, recordarme que al fin y al cabo y
en esencia, para todos, docentes, niños y niñas y familias, lo realmente
importante es ser felices, lo cual inevitablemente requiere que amplíe
la mirada hacia mí y hacia ellos: una mirada que integre lo conductual,
intelectual, emocional y moral, haciendo con ello alusión a las cuatro oleadas
en educación que propugna Manuel Segura (Segura, 2005).
Reivindico desde este espacio una educación emocional para
nosotros y nosotras que nos ayude a conocernos, aceptarnos, acompañarnos, querernos y a
sacar lo mejor de nosotros como docentes; y en consecuencia, de esta
forma, enseñar a nuestros alumnos
y alumnas hacer lo mismo.
Bibliografía
Carlos Monero Font y David Duran Gisbert.
(2008). Entramados. Barcelona.
Hué, C. (2008). Bienestar docente y
pensamiento emocional. Bilbao: Wolters Kluwer.
Marchesi, A. (2007). Sobre el bienestar de
los docentes. Competencias,emociones y valors. . Alianza Editorial.
Orts, J. V. (2009). El profesor emocionalmente
competente. Barcelona: Grao.
Peñarrubia, F. (2008). Terapia Gestalt: La
vía del vacío fértil. Alianza Editorial.
Rafael Bisquerra, Montserrat Cuadrado y
Vicent Pascual. (2007). Educación Emocional. Programa de actividades. Madrid:
Wolters Kluwer.
Segura, M. (2005). Enseñar a convivir no
es tan difícil. Bilbao: Serendipit.
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